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martes, 3 de enero de 2006

Phuket


He de reconocer que tras tres meses de estancia en Indonesia, mi llegada a Thailandia fue un apendice enojoso. Me había sentido tan invadido por la cultura indonesia que me resultaba fatigoso pensar ahora en términos de otra diferente. Mi llegada a Bangkok fue un restallido en la dirección contraria. Ahora fue Thailandia la que me sedujo, aunque no pudiera penetrar en su idioma, mucho más complejo y alejado que el malayo-indonesio que había aprendido. El thailandés es un idioma tonal, lo que lo hace mucho más difícil, así que tuve que desenvolverme en inglés y francés, en ocasiones.

Estábamos cerca de la navidad. Yo no seguía en absoluto las noticias de España ni del mundo. La prensa no me llegaba. No me había enterado del asesinato de Indira Gandhi, ni me importaba un carajo la campaña en España sobre el referéndum de entrada en la OTAN. Este es uno de los privilegios del viajero: olvidarte, en parte, de tus coordenadas culturales y sumergirte en otras, sobre todo si viajas a países alejados en el espacio y en distintas concepciones sobre la vida.

Después de Bangkok ¿qué? Me hablaron de Koh-Samui, de Ko-Sameth, de Phuket... Nadie me habló de las islas Phi-Phi, que debían ser materia de conversación para viajeros más experimentados. Durante décadas hubo un pacto de silencio para no darlas a conocer demasiado. Era un paraíso que rompió la película La playa de Leonardo di Caprio. Me decidí por Phuket. Tomé un autobús que en un largo día de viaje me llevó hasta la isla, que más parecería una península, por el estrecho brazo de mar que la separa del continente. Llegué a la playa de Nai Harn un atardecer. Estaba confuso. En el autobús hice amistad con dos franceses, René y Paul. Uno de ellos, René, era pintor. Era de noche. En diciembre atardece sobre las siete de la tarde. El tiempo era cálido pero no húmedo. Buscamos una cabaña donde dormir y René y yo tuvimos que compartir habitación. Fuimos a cenar. Pedí una sopa de pescado agripicante y un plato de pescado con curry. Llevaba sin fumar cuarenta y cinco días. Lo había dejado en Balí, y no tomaba cerveza hacía varias semanas, pero aquella noche fue especial. Me tomé una gran cerveza y un cigarro que no me sentó demasiado bien tras cinco semanas de tener los pulmones limpios. Algunas muchachas de cabellos y ojos tan negros como la noche que nos envolvía nos miraban en silencio. Una tenía un gesto cansado, mientras que otra tenía la mirada dulce. Su piel oscura era extremadamente brillante y suave. Luego me enteré de que el alquiler de algunas cabañas incluía, si lo deseabas, una de estas muchachas durante los días que estuvieras alojado aquí. Vivían contigo a cambio de la manuntención y una pequeña compensación.

René me explicó, durante la noche en qué consistía su profesión de pintor. Era un pintor "de pega". Realizaba marinas o paisajes de montaña en serie que luego vendía a los turistas. Ello le permitía viajar durante seis meses al año, su auténtica pasión.

Los días en Nai-Harn fueron inolvidables. La playa no estaba demasiado concurrida, sus arenas eran blancas y estaban flanqueadas por palmeras cocoteras. Por la mañana en un estado próximo al de un niño, jugaba con las olas durante horas. Eran lo suficientemente fuertes como para que fuera divertido disfrutar de su fuerza y dejarte arrastrar, pero no como para causarte ningún peligro. Todo en Nai Harn era suave: la playa, el paisaje, el carácter amable de los thailandeses, el ánimo de los viajeros occidentales...

Una mañana, una barca alargada nos llevó hasta la cercana isla de Ao Rawai. Parecía desierta. Era una mañana de sol radiante y cielo azul majestuoso. Nada había que me preocupara. Nos quedamos René, Paul y yo, en una playita, situada al este, de unos trescientos metros de largo. La arena era blanquísima y estaba bañada por un mar de aguas azul turquesa, absolutamente transparentes. Todo era leve e ingrávido. Pocas veces en mi vida he sentido con tal fuerza la pasión de vivir, tal estado de felicidad... Me tumbé desnudo sobre la arena con los pies bañados por las olas suaves que llegaban hasta mí, acompasé la respiración y sentí el aire que me rodeaba. Me di cuenta de que estaba rodeado por los cuatro elementos: el aire que me envolvía, la tierra que me sostenía, el agua del mar de Andaman y el fuego abrasador, pero suave, del sol que nos acariciaba. Sentí algo próximo al éxtasis, al fuego intenso de vivir. No sé el tiempo que pasó. Nos levantamos. Yo me adentré en la jungla que nos rodeaba. La isla estaba cubierta totalmente por la vegetación. Había un camino que llevaba al otro lado de la isla. Lo seguí en solitario. Iba descalzo y ni me enteraba de las piedras. Me gustaba el dolor que me producían. Formaba parte del conjunto.

De pronto, vi una muchacha de unos dieciocho años a unos veinte metros delante de mí. Llevaba un sarong que le cubría las piernas pero sus pechos estaban descubiertos. Me quedé admirado, casi atónito. El largo cabello negro de la muchacha le caía sobre los hombros. Tenía un tipo espigado y esbelto. Sus pechos oscuros me fascinaban. Llevaba tres meses y medio en el sudeste asiático y creo que la "enfermedad" maravillosa del deseo se había apoderado de mí. La fui siguiendo, cada vez más excitado. El camino daba vueltas y la perdí de vista varias veces. Creo que sentía dolor físico del deseo intenso que me dominaba. Fuimos cruzando la isla hasta el arenal que se extendía al otro lado. La muchacha se había adelantado. Lo que llegué a imaginar ante su figura atractiva y espigada... Sin embargo, cuando llegué al otro lado no estaba. La busqué en todas las direcciones. No había ningún sitio donde ella pudiera haberse quedado, el final del sendero acababa allí. No estaba, se había esfumado en el aire. La playa estaba desierta...

Volví corriendo cuando me convencí de que al otro lado no había nadie. Se lo conté a mis compañeros que no me creyeron demasiado. Luego lo comenté en Nai Harn, a la dueña de mi cabaña. Me dijo que era imposible, que en Ao Rawai no vivía nadie y que ninguna chica thailandesa iría con los pechos descubiertos... Eso lo hacían las turistas occidentales pero ellos tenían un sentido del pudor que se reservaba para la intimidad. Era absurdo, allí no había ninguna muchacha, pero yo la había visto claramente. Aún hoy, veintitantos años después sigo viéndola y recuerdo su rostro. Podría dibujarlo.

Esa tarde me senté frente a la puesta del sol. La playa estaba orientada al oeste. Nunca había visto un ocaso tan esplendoroso. En el trópico los atardeceres son espectaculares pero muy rápidos. Aquel duró unos veinte minutos, que viví intensamente. Las combinaciones de colores eran desconocidas para mí. No he visto cielos tan hermosos en ninguna otra parte del mundo salvo en Alaska, pero aquí la sinfonía de colores era totalmente distinta.

Todas estas playas fueron barridas por el tsunami de la navidad de 2004. Desde aquí quiero evocar aquellos días azules y felices que viví frente al mar, jugando con las olas y siguiendo a muchachas imposibles que algunas noches de tormenta aún siguen apareciendo en mis sueños.

4 comentarios :

  1. Qué envidia, profesor viajero en la secundaria. O libro de viajes existenciales.

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  2. Es lo más hermoso que he leído hace tiempo. Viajes existenciales. Creo que es la definición justa. Un abrazo.

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  3. Me alegro, todo un honor. Dos abrazos.

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  4. Rodolfo se nos ha ido unas semanas, imagino. He de retomar impulso para seguir con el blog. Estoy un pelín atascado. Gracias por tu compañía.

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