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miércoles, 2 de diciembre de 2020

Viaje a lo desconocido









Caminata en buena compañía por primera vez en mucho tiempo a Sant Cugat atravesando la sierra de Collserola. Conversaciones intensas, conciencia del húmedo bosque otoñal, realidad vista con la cámara de modo oblicuo, no sentimental, pasos que se van sucediendo sin conciencia del cansancio. Llegar al corazón del bosque y sentir la sensación de plenitud. Bebo agua en la fuente de Sant Medir. Seguimos la senda hasta la masía de Can Borrell que hoy está cerrada, y luego hasta el pi d'en Xandri en el parque de la Torre Negra. Estructura geométrica como un poema. Es la cuarta vez que hago esta caminata en poco más de un mes, es como un mantra inconsciente. Me niego a sumergirme en la realidad política que veo como de soslayo, he logrado que  no me interese. Conciencia de la propia realidad, de la respiración, de los acontecimientos y no tanto de las ideas. Leo y releo a Chantal Maillard. Me alimenta. También a Sri Nisargadatta que dice "Cuando se comprende que la persona es una mera sombra de la realidad, pero no la realidad misma, uno deja de preocuparse, acepta ser guiado desde el interior y entonces la vida se convierte en un viaje hacia lo desconocido". Todo esto está conectado con un cierto erotismo patibulario. Me gusta. 

viernes, 21 de agosto de 2020

Siempre los mismos pasos pero cada día un camino distinto

 

Salgo todos los días a las seis de la tarde a hacer una especie de paseo-caminata de unos seis kilómetros de ida y vuelta en mi retiro en Calafell. He hecho el trayecto docenas y docenas de veces. A mitad del mismo cuando he llegado al destino, me meto en un bar de chinos y saco el libro que esté leyendo y leo durante tres cuartos de hora con un café. Nada especial. Lo especial es la ceremonia de la repetición de un trayecto que podría hacer por el paseo marítimo junto a la playa viendo esta y el mar azul de verano. Sin embargo, voy por el otro lado del paseo viendo pasar las calles con sus rótulos dedicados primero a escritores con clara intención nacionalista, salvo  Carles Barral, que fue un eje importante de la vida cultural de Calafell al que puso en el mapa literario universal. Los munícipes le han cambiado el nombre porque él siempre firmó Carlos, Carlos Barral. Otro que merecería una calle en Calafell es el recientemente muerto Juan Marsé porque tuvo casa aquí durante bastantes años e incluso ambientó La muchacha de las bragas de oro en esta villa marinera. Pienso mientras atravieso calles y calles dedicadas a la flor y nata de la literatura catalana en catalán, salvo Barral, que falta una historia de la literatura catalana en las dos lenguas de Cataluña, en que se alternen escritores en catalán y en castellano. Pero eso para el nacionalismo sería una herejía y nadie está dispuesto en esta tierra a ser tildado de hereje.

Sigo atravesando calles y llego a las dedicadas a ríos como el Támesis, el Vístula, el Ródano, el Rin, el Guadalquivir, el Loira, el Manzanares; es la zona más popular de Calafell que es Segur de Calafell. Sigo el trayecto día tras día, me fijo en los bares por que paso, en los bazares chinos, en las heladerías, en el Condis, en el estanco, en la papelería… Cada día lo mismo. Es una suerte de meditación en movimiento en que tengo cartografiado el trayecto y me lo sé de memoria, pero cada día es distinto. Me agrada repetir itinerarios, incluso en la montaña. No busco novedades sino que hago una y otra vez las mismas rutas que se acompasan con mi latir sentimental. Y mientras camino, me vienen pensamientos que se entrelazan con el paisaje, con las calles, con la orografía del camino. 

Pienso que una de mis principales vocaciones es la de caminante. Un caminante cualquiera. Lo más hermoso de caminar es asistir al espectáculo cambiante dentro y fuera de uno mismo al ritmo de los pasos, uno detrás de otro. Cuando pienso que vivimos en una sociedad líquida que nos exige frívolos, flexibles, sin demasiada alma para podernos adaptar a los cambios de la moda que implica el desarrollo del capitalismo liberal, siento que caminando me aferro a la tierra y hundo un poco mis raíces, más allá de lo que quieren de mí como ente consumista. Caminar es gratis y permite ahondar en la conciencia aunque el camino sea siempre el mismo, precisamente por ser siempre el mismo. Uno se ata a sus pasos y paradójicamente es libre filosóficamente y va más allá de las apariencias y la superficie de las cosas. O tal vez, se puede pensar también que todo lo importante sucede en la superficie. Esta es una idea interesante que coincide con el último Wittgenstein que terminó negando que hubiera dimensiones ocultas en los seres humanos. Caminar da para todo, solo un paso tras otro, y uno llega a calles de escritores pulcramente catalanes o a ríos de Europa, es como un juego en que el caminante apuesta por la visión de un mundo en perpetua transformación, y a la vez siempre igual. No sé si me explico. Entrar en contradicción no es un problema en este blog.

viernes, 21 de febrero de 2020

Cansancio y reflexiones


He decidido dedicar un día a la semana a las caminatas –los otros cuatro de la semana laboral- voy al Citilab de Cornellà a leer y escribir cinco horas cada día. Me fuerzo a madrugar y creo que es sano y conveniente. Los viernes es el día de las excursiones en solitario por los alrededores de Cornellà. Camino de veinte a treinta kilómetros, aunque a veces llego a cuarenta cuando me voy por la metafísica y telúrica sierra del Garraf a Sitges en jornadas de doce horas durante las que no encuentro a nadie en largos periodos. A veces pienso que si me torciera un tobillo lo pasaría francamente mal pues son caminos desusados por los que no pasa ni un alma.

Hoy la caminata ha sido gozosa por el día abierto, tibio y soleado que ha hecho. Iba sin gorra para recibir la vitamina D del sol. He disfrutado caminando por entre los campos de alcachofas del Prat de Llobregat. La mente me iba por libre dejando de lado los libros leídos estos días y concentrándome en la mañana, en mí mismo y en las anécdotas del trayecto como esos gatos que se me han cruzado y que me han mirado antes de salir corriendo. También los trinos de los gorriones. Caminaba a buen paso, era todo llano, luego llegarían los repechos en que uno ha de respirar por la boca para tomar abundante aire. En dos horas y media he llegado a lo alto de la ermita de Sant Ramon desde la que se divisa todo el Llobregat. Allí he comido un bocata de tortilla con unas olivas y una cocacola. Este bar, junto a la ermita, es un referente en lo alto del monte. He subido a él incluso en días de intensa lluvia protegido por una capelina gruesa. Me sentía radiante, alejado del pensamiento de Cioran que me ha impregnado estos días. Hoy todo era luz y sentimiento de las limitaciones del propio cuerpo que poco a poco va siendo poseído por el cansancio a medida que van subiendo los kilómetros. Hoy han sido veinticuatro en total. Los suficientes para terminar en un estado receptivo y lleno de posibilidades. El cansancio es sano. Peter Handke escribió un libro titulado Ensayo sobre el cansancio, que he leído un par de ocasiones y he dedicado posts a ello, en que resaltaba las cualidades creativas del cansancio. Cuando te cansas físicamente tu cuerpo genera hormonas de la felicidad, estás más predispuesto a la observación y levitas a pesar del dolor de las extremidades. En días como hoy no puedo leer los libros que tengo en la mesilla –leo generalmente con el iPad-, me invade, tras la comida, un sopor dulcísimo en el que me dejo llevar y me hundo en la inconsciencia relativa, respirando profundamente.

Durante la excursión he recibido un mensaje de correo de un bloguero amigo en que se hacía eco de mi posición sobre los comentarios en los blogs. Desde que no comento ni permito comentarios tengo más tiempo para leer blogs interesantes, prensa extranjera –que el iPad me traduce prodigiosamente con bastante exactitud-, literatura en general; sobre todo no pierdo el tiempo pensando en si llegan comentarios o no como si ello diera medida del valor de un blog. Y además se tiene mucha mayor libertad para plantear los posts como te dé la gana.

Hoy estoy solo en casa, toda la familia se ha ido a un sitio o a otro. Me gusta la soledad: viajo solo, hago caminatas solo, tengo pocos amigos… Cioran dice: Toda amistad es un drama oculto, una serie de heridas sutiles. Y estoy bastante de acuerdo. Pocas cosas son tan frágiles como la amistad. Hay gente que tiene cientos de amigos, pero yo no soy de estos. Me he ido acostumbrando a una soledad espiritual en que crezco hacia dentro en lugar de hacia fuera. Tengo en general pocas cosas que decir, hablo conmigo mismo, me amo o me detesto alternativamente. Me acompaña la literatura. Leer es hablar privilegiadamente con alguien, generalmente muy inteligente. Estos días de lectura intensa de Cioran he sentido que este libro, Del inconveniente de haber nacido, estaba escrito expresamente para mí. El grado de cercanía a lo que siento es increíble. Cioran detestaba a los hombres pero le interesaban los seres humanos. Me doy cuenta de que me pasa lo mismo.


domingo, 16 de febrero de 2020

La vida es ilusoria, pero me gusta. No tengo otra.



"Cuando Mara, el Tentador, intenta suplantar a Buda, este le dice: «¿Con qué derecho pretendes reinar sobre los hombres y sobre el universo? ¿Acaso has sufrido por el conocimiento?». He ahí la pregunta capital, quizá la única que debería uno hacerse al indagar sobre alguien, principalmente sobre un pensador. Habría que establecer la diferencia entre aquellos que han pagado por el menor paso hacia el conocimiento y aquellos, mucho más numerosos, a quienes les fue otorgado un saber cómodo, indiferente, un saber sin adversidades".

He leído este pensamiento de Cioran en la zona de café de un Caprabo bebiendo una cerveza, tras haber comprado algunas cosas. El conocimiento exige un peaje de sufrimiento interior. Intento pensar sobre ello y evaluar mi propia vida al respecto. Emerge el dolor como una constante de la vida, desde niño hasta adulto. Eso no impide ni se contradice con que la vida sea un reto terrible y fascinante. El viernes hice una caminata de 28 kilómetros en solitario y ciertamente lo pasé mal porque el gps me condujo a una zona de cuevas muy peligrosa y luego me extravié en el bosque, perdiendo totalmente la orientación. No disfruté ni un segundo de aquella mañana gris y pálida en que inicié mi caminata, pero andar es meditación y durante el dolor de aquello sentí una intensa autoconciencia del instante presente. Creo que en algún sentido fui feliz inconscientemente, centrado en mi realidad por más ilusoria que fuera. Si hubiera muerto en alguno de los difíciles pasos del ascenso en que me vi, si me hubiera despeñado, creo que habría sido algo totalmente ilusorio. La vida es ilusoria. Pero me gusta. No tengo otra. 

miércoles, 16 de diciembre de 2015

El profesor, más cerca de Jung que de Freud...


Lo que he aprendido como profesor durante más de treinta años es sencillo: nunca estar satisfecho, nunca creer que se tienen todas las claves porque se tenga mucha experiencia en el tiempo. Un profesor es siempre un aprendiz en todos los sentidos. Su trabajo es evanescente. Es como trazar una línea en la arena junto al mar. Totalmente transitorio, precario, impredecible. El profesor debe ser una persona del tiempo que está viviendo. Esto es importante. No puede quedarse atrás por pereza o falta de ganas de adaptarse. Su trabajo exige una permanente adaptación al tiempo histórico y existencial del momento. Debe leer la prensa, conocer los avances de la ciencia, la cultura y la tecnología. Tener conciencia de los grandes desafíos de la humanidad, de sus lacras, de sus injusticias. Debería ser un hombre o mujer comprometido con su alumnado, con su realidad, con sus circunstancias, que se insertan en un momento dado de la historia. Y como todo momento de la historia es efímero. Su filosofía tiene más que ver con Heráclito que con Parménides. Todo está en perpetuo estado de transformación. Un día no es igual a otro día, un curso no es igual a otro curso, los adolescentes no son siempre iguales, los profesores no son siempre iguales a sí mismos. El profesor está mutando, igual que sus alumnos. La cuestión es sincronizar ambas mutaciones. Si se produce el encuentro, las cosas funcionarán por un tiempo. No es una garantía para nada. El profesor debe seguir buscando a los sujetos de su materia que no permanece estancada en un saber consensuado y fijo. No. 

"Las palabras que mejor definen la educación son dinamismo, cambio, transformación. Fuego".

El profesor y los alumnos son viajeros en el tiempo. No puede haber miradas atrás. No sirven. Solo miradas al presente para intentarlo comprender o, si no, al menos, acercarse a su latido. Miradas al presente y un presentimiento de futuro. ¿Qué es hoy? ¿Qué puede ser mañana? ¿Qué necesitarán estos muchachos en veinticinco años de lo que yo hoy les estoy ofreciendo? ¿Qué necesitan retener? ¿Acaso hay algo inmutable que deba ser para siempre? Sí, un instrumento, el lenguaje. Este sirve para abrir los ojos ante el mundo, para transformar lo dado en algo potencialmente deseable. El lenguaje en cualquiera de sus vertientes nos ayuda a desentrañar la madeja de la incertidumbre. Somos profesores de lenguaje, de lenguajes, en muchas áreas. Este es el instrumento de nuestra profesión. Atados al tiempo que no cesa. 

"Un profesor y un alumno se ligan espiritualmente en esa búsqueda incierta. Y utilizan el lenguaje para encontrarse. Dos perspectivas vitales distintas pero que logran sincronizarse en el frenético devenir de los días". 

No hay detención posible. Solo implementación de futuro en un construir instrumentos que nos liguen al cambio, imposible de detener. El profesor que se detenga, que no pueda seguir, quedará anclado a la pata de su cama. Y se perderá el horizonte de lo que vendrá. El profesor en cierta manera es un pequeño filósofo que no sabe solo de su materia sino que se interroga constantemente si es correcto lo que piensa. Vive en un proceso metacognitivo en que es también un salvaje que alienta a sus alumnos a danzar con el torso desnudo y antorchas encendidas en un rito de iniciación y gritos de esperanza en el amanecer que será siempre otro: ¿podría ser de otra manera? Los hombres salvajes y nosotros tenemos mucho en común, y esto debe proyectarse en nuestro modo de dar clase. La clase es una asamblea de emociones y el profesor abre su corazón y su mente delante de sus alumnos para que ellos también puedan hacerlo. En cierta manera es una tribu presocrática que celebra los rituales de hermandad en un conocimiento que se está transformando. Los guerreros necesitan elixir para seguir cazando en las llanuras que serán su futuro. El profesor no debe ser necesariamente un asceta ni una esfinge. No. El profesor también se unirá a la caza. Su acción se desarrolla por la exfluencia, un concepto que expresa la mezcla de tiempo y conocimiento mediante un proceso de acercamiento mutuo.

Ser profesor es un desafío, una forma de dar un hachazo a la selva primigenia donde todo estaba confuso y los seres humanos se hundían en las ciénagas. Hace milenios logramos salir de allí y desde entonces seguimos caminando de un anochecer a otro, de un día a otro, que nunca son iguales, que siempre tienen tonalidades distintas.

Estamos más cerca de Jung que de Freud. 

"Parece una situación sencilla esa de entrar en un aula y mirar a los ojos a los alumnos y decir... ¿decir qué?"


Eso debe ser diferente cada día, cada año, cada estación. El tren no se detiene y avanza implacable. Cuando se está cansado, uno debería irse a la montaña y dejarse devorar por las alimañas como en La balada de Narayama. Tal vez después del sueño, surja de nuevo la pasión de enseñar.

sábado, 8 de agosto de 2015

El GR11 y el calor de la compañía.


He vivido el Camino de Santiago muchas veces. El cielo inmenso sobre mí. El sudor, seguir las señales amarillas, conocer a gente dispuesta a abrirse, recorrer tierras a pie, el más hermoso medio de transporte. El año pasado fui de San Juan de Luz a Burgos por el Camino Vasco del Interior o Ruta de Bayona. Aquello supuso el encuentro con el País Vasco que me cautivó. Bosques, montañas, pueblos cuidadosos de su entorno, música, paisaje, saludos, el euskera ... De modo que este año he querido volver al País Vasco pero por una ruta distinta. El descubrimiento del GR11 o senda pirenaica, que lleva desde cabo Higer a Cadaqués por los Pirineos occidentales, centrales y orientales,  fue un deslumbramiento para mí. Así que el 26 de julio empecé en el mar Cantábrico, en cabo Higer, cerca de Hondarribia (Fuenterrabía) a hacer mi camino que yo presumía solitario. Volví a ver la ikurriña alzándose señera y en conflicto sangrante con la española, volví a oír el euskera, a percibir tipos humanos muy distintos a los que estoy habituado en paisajes muy hermosos. Hondarribia es un pueblo marinero próspero y bello que vive del turismo francés enfrente de Hendaya. Comí una marmitako en San Pedro Kalea pero para mi decepción fue a precio francés y cantidad igualmente francesa. Una cazuelita mínima carísima. Imagino que si se lo dan a un vasco hubiera habido un problema. Pero los vascos no van allí. Seguí hasta Irún, saludando a la estatua de Pío Baroja en la calle principal. Sobre las tres de la tarde llegaba a Bera de Bidasoa tras recorrer bosques de ensueño de hayas y pinos. Mi primera intención fue visitar Itzea, la casa familiar de los Baroja en Bera, aquel pueblecito donde Pío Baroja escribió tantas de sus obras. Imagino este caserón a principios del siglo XX con la figura de Pío paseando por el jardín encantador. Soy un entusiasta de este vasco y gran novelista español, tal vez el mejor del siglo XX ¿quién si no? Al día siguiente salí de Bera pero tuve una sorpresa que iba a cambiar el signo de esta travesía. A la salida del pueblo, a unos tres o cuatro kilómetros, encontré a dos mujeres que se habían desorientado por escasez de señales claras. Eran Feli y Ana, dos mujeres que se me harían entrañables en los siguientes días, igual que otros compañeros que se unieron, como David y Virginia por un lado y por otro, Rafa. Las primeras eran madrileñas, los segundos, sevillanos y Rafa, catalán, de modo que formamos un grupo variopinto que se convirtió en una caja fantástica de intercambio, risas y charla amena. Yo había imaginado que haría este trayecto solo al ser mucho menos transitado que el Camino de Santiago, pero ahí estuvo la maravilla durante cuatro o cinco días en que formamos un grupo saleroso y lleno de humanidad, que aliviaba el esfuerzo de subir montañas y mis temidos descensos, donde soy especialmente torpe. Así llegamos a Elizondo, el mítico valle del Baztán, donde compartimos unas cervezas antes de irnos a dormir, cada uno a un sitio distinto pues algunos llevaban tienda mientras que otros fuimos a un albergue a la salida del pueblo.

Los montañeros son generosos y solidarios. Y mis cinco compañeros eran enamorados de las montañas, tanto que me transmitieron ese amor que yo ya llevaba dentro hacia el hecho de caminar. Pero en las montañas hay que superar desniveles importantes, tanto en ascenso como en descenso. Temía por mi preparación física poco habituada a desniveles como los que habría de encontrar. Mi mochila pesaba unos doce kilos más el agua que en algún caso eran tres litros pues bebo muchísimo en las subidas. Mi espalda, en los ascensos,  estaba totalmente húmeda y la gorra que llevaba chorreaba agua por su visera. Ni meaba. Toda mi agua salía por el sudor. Pero compartido eran momentos felices. No avanzábamos demasiado rápido, a un ritmo de tres kilómetros por hora lo que nos llevaba a estar caminando todo el día para cubrir unos 28 o 30 kilómetros por jornada. Así hasta Sorogaín donde cenamos en el albergue unos macarrones y una carne mechada que probablemente no fue la mejor del mundo pero que nos supo exquisita tras el esfuerzo y la ducha. Además la temperatura era suave, tanto que hacía frío, cuando sabíamos que en Madrid, Sevilla o Barcelona estaban por los treinta y tantos o cuarenta grados.

Fueron días inolvidables los que protagonizamos los dos catalanes (uno de ellos yo, aunque soy aragonés), las dos madrileñas y la parejita joven de los dos sevillanos. Hubo momentos apoteósicos de risa en que llegué a llorar por los equívocos que se creaban en nuestras charlas. Intimamos, supimos de nuestras vidas y dejamos de ser anónimos en una combinación que yo considero muy afortunada. Todos éramos abiertos, incluso yo que tiendo a la introversión en los viajes. Afrontamos tormentas, nieblas, lluvias cuando nos cogió el mal tiempo en Villanueva de Azcoa (Hiriberri). Todos eran montañeros. Yo el más novato. Feli y Ana son madres de familia de niños pequeños pero sus pactos familiares no les privan de practicar el montañismo, su pasión. David y Virginia tienen un proyecto original que es subir la montaña más alta de cada una de las provincias de España. De ahí su blog y su proyecto Cincuenta montañas en la mochila.


Nos separamos por diversas circunstancias en Ochagavía. Yo seguí en solitario ya hacia Isaba y luego me llegué a Zuriza (ya Aragón), echando en falta nuestras conversaciones y la fuerza del grupo. Hay montañeros solitarios, pero yo prefiero la compañía. Siento que el grupo tira de mí y me hace más llevadero el esfuerzo. Con gran desgaste físico alcancé la Selva de Oza en el valle de Hecho y ahí empezaba el Pirineo puro y duro, con fuertes ascensos respecto al suave que era el navarro. Dormí una noche en un refugio libre con un vasco simpatizante de Bildu, pero me inquietaron sus intentos de saber mi posición política respecto al prusés catalán. Llevaba casi diez días alejado de las noticias y la política y no me interesaba para nada abordarla y menos discutir con alguien que sabía que nunca tendríamos nada en común. Llovió toda la noche en el exuberante valle de la Selva de Oza. Por la mañana, salí al exterior dejando en el saco al de Bildu y me preparé a continuar camino solo, echando en falta a mis compañeros de travesía inmersos ya en una aventura distinta cada uno. Me pregunto qué pensaría Artur Mas de esta convivencia entre todos en maravillosa sintonía, cuando se nos proyecta que nos odian y que nos roban. La política no es para las montañas. Creo que en ellas se percibe un sentimiento de apertura mental ante la inmensidad del paisaje en que se pone a prueba nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Creo.

¿Podría llegar a Canfranc, el final de mi viaje?

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