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viernes, 19 de marzo de 2010

Amada imaginación

Mis diarios de 1989 en adelante están demasiado escondidos y no he podido dar con ellos. Están en un armario muy profundo de mi zaquizamí, perdidos entre bolsas, cachivaches, bártulos varios, cajas, cunas, muñecos y trebejos sin fin. He preferido dejarlo estar y procurar utilizar mi memoria afectiva. No habrá gran diferencia.

Corría 1989, el año en que cayó el muro de Berlín, pero unos meses antes, en pleno invierno, murió el mayor farsante y artista surrealista que ha dado este país, ya de por sí surrealista. Sí, el 23 de enero de 1989 moría Salvador Dalí, el ínclito, carismático e insoportable narcisista impotente que nos dejó una obra pictórica magnífica y una Vida Secreta en la que recreaba su extraordinario complejo de inferioridad travistiéndolo de megalomanía desmesurada. Mis alumnos de tercero de BUP del Institut Mediterrània de El Masnou (Barcelona) estaban avisados. Su estado de salud era precario y la noticia esperada –su muerte anunciada- podía llegar en cualquier momento.

Al día siguiente del óbito, compré toda la prensa disponible para recoger el impacto que causó su muerte. Todas las portadas remitían a extensos artículos que reseñaban la importancia de su obra y su vida enigmática. Aquel martes de enero de 1989, suspendimos las clases ordinarias y me dediqué a leerles fragmentos del Primer manifiesto surrealista publicado por André Breton en 1924. Oír las palabras contenidas en este manifiesto que supone una reivindicación de la infancia y su potencia creadora, de nuestra capacidad de ser todos artistas si dejamos fluir nuestro subconsciente que es capaz de aproximar (en los sueños, en la poesía, en juegos de asociación regidos por el azar) realidades lejanas, de erigir la palabra libertad en eje de nuestra vida, oír esto y ser joven y no sentir una llamada clamorosa a la rebelión es impensable. Así se sintieron aquellos treinta alumnos de 16 y 17 años cuando escucharon mi propuesta. Pero era totalmente secreta.

Durante un mes nos dedicaríamos a estudiar el papel de las vanguardias artísticas, centrándonos fundamentalmente en el surrealismo. Abandonábamos el desarrollo normal de la asignatura de literatura y las cuatro horas semanales trabajaríamos en equipos buscando las claves de este movimiento artísticamente revolucionario que pretendía nada menos que cambiar la vida y la liberación de los impulsos reprimidos para acceder a la verdadera vida (vraie vie) que se halla amordazada en lo más hondo de las conciencias. Luego, un día de febrero, el día D, llevaríamos a la práctica en el instituto un experimento a gran escala, una acción poética colectiva, un happening surrealista.

Viviríamos en primera persona, en carne propia, la experiencia surrealista sin límites, dejándose desbordar nuestra imaginación fuera de corsés morales, estéticos o sociales.
Nuestra espontaneidad a la hora de conectar mundos e imágenes era esencial. Nadie fuera del curso había de saber nada. Ni el director, ni los profesores, ni sus padres, ni sus compañeros. Absolutamente nadie. Era nuestro máximo secreto.

Aquellos muchachos llenos de entusiasmo trabajaron duro. Leyeron manifiestos vanguardistas en especial dadaístas y surrealistas, se impregnaron de la teoría del inconsciente (Freud), trajeron cuadros (no había internet, recordadlo), estudiaron la obra de distintos autores, se empaparon del movimiento en sus bases teóricas, leyeron y crearon poemas basados en la escritura automática y el collage, experimentaron el azar de los encuentros imprevistos, reseñaron sus sueños anotándolos cuidadosamente, descubrieron el movimiento OULIPO y vieron conmigo, comentándola y diseccionándola, cuatro veces la película fundadora del surrealismo cinematográfico El perro Andaluz de Luis Buñuel y Salvador Dalí, además de La edad de oro.

El resultado de un happening surrealista (íbamos a mezclar estos dos conceptos) es imprevisible. No puede estar demasiado elaborado. Teníamos un espíritu, una idea global de lo que representaba el surrealismo, podíamos trazar un pequeño guión, pero era fundamental nuestra propia improvisación del momento. Era necesario, imprescindible, la inspiración, dictada por nuestro inconsciente y el azar.

Día D. Lo fijamos. Sería un 23 de febrero, jueves. La noche anterior deberían llevar a las puertas del instituto todos los objetos raros que les dictara su imaginación, los que tuvieran en casa, en los talleres, en los desvanes, los que encontraran por la calle… El conserje, que debía abrir las puertas, estaría en el ajo y a las siete y media de la mañana les dejaría entrar. No deberían temer las consecuencias ante el director, pues yo las asumía completamente.

23 de febrero. Crónica poética. Treinta adolescentes imbuidos de surrealismo dejando aflorar el eros y el ananké (sexo y necesidad) sin contención pueden ser peligrosos, pero yo intuía -no sé si muy acertadamente- que el experimento no se desbordaría.

La noche anterior empezaron a llevar durante horas en grupos a la puerta del instituto: arcones, muñecos, máquinas de coser y de escribir antiguas, tocadiscos, teléfonos viejos, televisiones desechadas, un contenedor, posters, maniquíes, un banco de la vía pública, una cama, un biombo, posters, bolas del mundo, cuadros, herramientas varias, globos, máscaras africanas, cuerdas, cadenas, cuchillos, floreros, jarrones, peceras, alfombras, cajas, sillones, una moto, un orinal, un lavabo, una mesa…

A las siete treinta AM, el conserje abrió la puerta y los alumnos en comandos se distribuyeron por el instituto. Yo llegaba a las ocho y las clases empezaban a las ocho y media. Toda la planificación escenográfica fue suya. Trabajaron según su propio criterio durante una hora. Bajaron las persianas de todas las ventanas y llenaron el instituto de docenas y docenas de velas encendidas. En cada rellano de la escalera había botellas que servían de palmatorias. Todo debería estar en penumbra e iluminado por las velas. Pusieron en la entrada el banco y asaltaron el seminario de ciencias para traer el esqueleto que allí se guardaba. Lo colocaron sentado fumando un cigarro en el banco frente a la entrada.

Una muñeca, a la que llamaron Chessie, y a la que le faltaba un ojo, colgaba por el hueco de la escalera por un hilo de pescar. Le pusieron vello en el pubis.
La cama estaba en un rellano de la escalera junto con el biombo, hincharon centenares de globos de colores que colgaron por todas partes, había por doquier muñecos de todo tipo y poemas surrealistas en las puertas de cada clase creados por ellos y de Paul Eluard, Max Ernst, Aragon, Soupault, Crevel, Picasso, Dalí, Lorca, Vicente Aleixandre, Alberti…El instituto ofrecía una atmósfera realmente inquietante con docenas y docenas de objetos y con la tumba que habían ideado a la entrada y las velas encendidas. Era espectral y maravillosamente fantasmagórico.

A las ocho treinta todos se escabulleron y fueron a clase. Yo estaba escondido. Por mi reputación, nadie dudaría que yo estaba detrás de aquello y no quería aparecer en público. Di mis clases y no acudí cuando recibí una llamada urgente del director para que fuera a su despacho a explicar aquello. Estaba reunido con la junta para tomar medidas. No podíamos pedir permiso.

El surrealismo es una irrupción de la imaginación en la gris rutina cotidiana
Era una rebelión contra el sistema y la llevaríamos hasta el final. La bomba estaba montada, yo no podía detenerme a dar explicaciones.

En la hora anterior al patio, a las diez, tenían clase conmigo los alumnos de aquel tercero. Todos habían llevado en sus mochilas maquillaje, pinturas y ropa para disfrazarse. Yo también. Cada uno debía crear un personaje y sentirse cómodo dentro de él. Yo me disfracé de Quasimodo con la cara deformada, una enorme joroba y una túnica negra que guardaba de mi época teatral. En el grupo había auténtica fiebre creativa. Todos entendían racional e instintivamente lo que íbamos a hacer. Antirreglas: no romper nada; si se manchaba algo, había que limpiarlo; no alterar en absoluto las clases… Llevaríamos adelante primero acciones individuales. Cada muchacho se colocaría disfrazado delante de las puertas de las distintas aulas y llevaría a cabo una acción dramática que le sugiriera su personaje. Habíamos hablado de los ejes de una actuación y sabían que el personaje debía crear una ilusión (para ello tenían que creérselo) y debían saber hacer esperar al público que estaría sorprendido. Al cabo unos minutos de acciones individuales, sería el momento de acciones en grupo. Iban vestidos algunos de monja, de cura, de obispo, de policía, de militares, de nazis, de prostitutas, de detective con gabardina y sombrero, de años veinte, de niña, de enfermos psiquiátricos, de Freddy Kruger… Yo llevaría a cabo mi propia actuación.

Todo se desarrolló según el guión previsto. A las once sonó el timbre de salida al patio. La sorpresa fue mayúscula entre el alumnado que no sabía qué pasaba desde que habían llegado a primera hora y habían visto el decorado montado. El director del centro estaba desesperado -se había tomado varios ansiolíticos- y me volvió a llamar, pero yo iba metido dentro de mi personaje y no podía dejarlo. Seguiríamos adelante en una locomotora desbocada sin saber adónde íbamos. Tendríamos que improvisar sobre nuestra leve línea argumental. Muchos profesores estaban indignados por la obscenidad del montaje y pedían un claustro extraordinario. Algún representante del OPUS DEI amenazó con llevar a inspección el asunto del crucifijo invertido en el lavabo de chicas de la planta primera, el profesor de arte protestaba por un montaje que era totalmente antieducativo y contrario al buen gusto. Todas las balas apuntaban a Joselu, al que se consideraba con certeza promotor de aquella barbaridad antipedagógica. Y tenían razón, era brutalmente antipedagógica.

Pero me estoy extendiendo demasiado y estoy abusando de vuestra paciencia. El próximo día de aquí a tres continúo con el relato que queda interrumpido en este punto.

(Continuará)

martes, 16 de marzo de 2010

Campos de Níjar


Una de las lecturas que me marcó en un tiempo lejano fue el libro de viajes de Juan Goytisolo titulado Campos de Níjar ambientado en estas tierras desnudas de Almería en los años cincuenta. Fue un libro neorrealista que respondía a la literatura social y de compromiso, que implícitamente denunciaba el atraso, el subdesarrollo y la pobreza de aquellos campos de belleza africana, con pitas, henequenes, palmitos, esparto y chumberas. El texto era de una sobriedad documental. En ningún grado el autor se permitía la expresión de sentimientos personales. Todo se mostraba directamente, sin retórica y con total objetividad, pero era a la vez profundamente revelador. Me quedé enamorado de aquel breve libro y de la comarca que recorrí en cuanto tuve ocasión de hacerlo. Fue en la semana santa de 1981, hace la friolera de veintinueve años. Acababa de llegar a Barcelona proveniente de mi Zaragoza natal y mis deseos de descubrir estaban tan intactos como lo están ahora sólo que era treinta años más joven.

Recorrí primero las Alpujarras yendo en autobús desde Granada hasta Órgiva. Dejé a un lado el desvío a Capileira, Pampaneira y Bubión bajo las majestuosas figuras nevadas del Veleta y el Mulhacén en un paisaje bellísimo en que estaban colgados estos pueblecitos blancos de arquitectura bereber. Caminé luego bastantes kilómetros. El día se puso gris y terminó tormentoso, pasé por Torvizcón y llegué hasta Busquístar cruzando el barranco del río Grande de Trevélez y mirando al frente la sierra de la Contraviesa. Desde allí subí hasta Bérchules, un pueblecito de casas encaladas suspendido en el verde de la sierra, en un coche cuyo conductor me invitó a subir. Llovía intensamente, lo que es raro en este contrafuerte sur de Sierra Nevada. En Bérchules, un pueblo que había de ocupar un lugar lleno de sentimiento en mi historia personal, fui acogido en la casa de los hippies que me habían llevado en autoestop. Fue una noche extraña. Juan, Evaristo y Astrid vivían allí no sé muy bien cómo o de qué. La muchacha, que era noruega, era irrealmente guapa y extremadamente delicada mientras que Juan, su novio, era tosco y desagradable. Astrid aguantaba estoicamente los desplantes de Juan con una elegancia que daban medida del enorme estilo que tenía. Evaristo, vivía a la sombra de Juan al que parecía idolatrar mientras que éste parecía despreciarle. Tenían un perrillo al que adoraban y consideraban como de la familia. Me ofrecieron cena, vino y LSD en unos secantes azules. Decían que lo habían traído de Holanda. Yo lo acepté pero a medida que fue haciendo efecto la anfetamina -que era en realidad aquello-, la atmósfera se puso cada vez más espesa y los diálogos entablados eran más desabridos. Astrid se mantuvo en silencio y pronto se fue a dormir. Cuando se fue la mujer de ojos más hermosos que había visto en mi vida sentí angustia y deseo de huir de allí, pero mi estado mental no me permitía orientarme bien. Pasaron horas en que me di cuenta que aquello resultaba asfixiante. Juan machacaba a Evaristo burlándose de él y le retaba a que se fuera a follar con Astrid si tenía lo que hay que tener. A las cinco de la mañana salí de aquella casa bajo la lluvia intensa. Sabía que a las seis salía un autobús que me llevaría hacia Ugíjar y de allí hacia Níjar, el centro de la comarca que quería visitar. Mi estado de ánimo era frágil, sentía frío y cansancio por toda la noche sin dormir, llovía con fuerza y me calé hasta los huesos. Resonaban en mí las conversaciones de aquella noche en que los inconscientes se habían dejado ir. Aquella velada había acabado mal y lamentaba haberles acompañado en aquel viaje. Recordaba los ojos de aquella muchacha de un verde cautivador e intuía el drama que allí se vivía. Me sentía agotado, pero mi visión era extraordinariamente sensitiva. Creo que mi cansancio me hacía ser más receptivo frente al paisaje hermosísimo -entre barrancos y valles- y al que he deseado volver en repetidas ocasiones. Todo estaba húmedo y el cielo, dramático y aborrascado, se me pintaba con matices insospechados. Pasé por Yegen, el pueblo en que vivió en los años veinte el escritor inglés Gerald Brenan y del que hizo una crónica apasionante en su libro Al sur de Granada. Su relación amorosa con Dora Carrington me influyó en aquellos años en que experimentaba emociones parecidas. En aquella atmósfera morisca tuvo lugar la rebelión de las Alpujarras entre 1568 a 1571 frente al ejército imperial. Los moriscos fueron liderados por un caudillo llamado Hernando Válor (del pueblo de Válor) y que tomó el nombre de Abén Humeya. Fueron derrotados y poco tiempo después serían expulsados de España.

Llegué por la tarde a Níjar, había dormido en el autobús. Níjar es un pueblo en pendiente, bellísimo, con sus calles estrechas, sus placetas, sus arcos, sus balcones con rejas y sus casitas encaladas llenas de flores. Me tomé un vino manzanilla y cené magras con tomate, la especialidad de Níjar. Dormí en una pensión que me ofreció cobijo y donde pude descansar de la compleja experiencia de la noche anterior. Antes de dormir, recorrí el pueblecito llegando hasta el final donde acababan las casitas perdiéndose en la montaña. El atardecer era hermoso en la lejanía.

Al día siguiente llegué haciendo autoestop a Carboneras, un pueblo considerado maldito cuyo nombre no se podía decir. Algunos de los habitantes del pueblo sufrían infecciones en los ojos por el viento constante que soplaba y que llevaba arena a los globos oculares. Comí garbanzos tostados en un bar. Como Ignacio Aldecoa -uno de mis maestros narrativos- entiendo que una de las mejores formas de conocer un pueblo es en las tabernas mezclándose con los parroquianos. Recorrí la playa de aquel pueblo entonces muy pobre e hice algunas fotografías a niños que se ofrecieron a mi objetivo. Hoy la foto que ofrezco aquí, tomada en 1981, me lleva a pensar que aquellos niños tendrán hoy unos cuarenta años. Carboneras con el tiempo se ha convertido en un emporio turístico, igual que Mojácar, el siguiente pueblo al que accedí, siempre caminando o en autoestop. Era de una belleza singular aquel pueblo entre el mar y la montaña. Recalé en un pub donde me dedicaba, como habítúo en mis viajes, a escuchar las conversaciones de la gente, mientras a la vez tomaba notas de mis impresiones. Era una forma de estar en el mundo, de viajar en solitario -libremente y a merced de las circunstancias- sin nada prefijado. Mis diarios de viaje enhebran descripciones de paisajes exteriores e interiores, charlas con la gente, historia, botánica, gastronomía, fragmentos oníricos, lecturas, noticias de los periódicos...

Todo lo que conocí allí, en aquel viaje o en otros posteriores a la misma zona, se ha convertido en una costa turística llena de apartamentos y hoteles que le han hecho perder la magia que tenía en otro tiempo. La especulación y la construcción masiva ha urbanizado todo sin dejar nada virgen, salvo el área desértica de cabo de Gata y Las Negras totalmente africano. Subió el nivel de vida, y se perdió aquel ambiente de leyenda oscura y de pobreza intensa que sobrevolaba toda aquella comarca que tuve ocasión de recorrer en mi juventud. Fue un viaje en que se mezclaron sentimientos encontrados, pero siempre fundamentalmente intensos.

Leía en aquel tiempo a Carlos Castaneda, a Tolkien, a Juan Goytisolo, a Severo Sarduy, a Lawrence Durrell, a Aldous Huxley, a Proust, a Guillaume Apollinaire… y la literatura ya embriagaba mi vida y mi imaginación. Jamás luego me abandonaría. Espero que cuando muera siga pensando que mi vida es toda una ficción literaria. Incluida la muerte, sobre todo ella. Y entonces los viajes que he emprendido en mi vida se iluminen con la luz prodigiosa con que los viví. Luego, da igual.

sábado, 13 de marzo de 2010

El dolor


Veraneo en Galicia. Pasó allí unas semanas del mes de agosto en una aldea a la que con dificultad llega internet. Son unos días de cierta desconexión de la realidad, salvo por la lectura de la prensa, cruel ritual al que me entrego diariamente. Allí en la Galicia profunda ya no hay meigas, ni trasgos, ni se cuentan leyendas en el hogar pero sí el mundo se mueve más lentamente, los días son más largos, los niños juegan con más libertad y hay muchas moscas. Me horrorizan las moscas. Ya desde niño las miraba con aprensión y con fascinación. A veces las capturaba y las metía en una cajita transparente en el congelador para intentarlas resucitar con ceniza de cigarrillo; en otras ocasiones las abrasaba con una lupa sintiendo un escalofrío de estremecimiento ante el crepitar achicharrado de su abdomen, sus miembros y sus alas… Pienso que este proceder cruel refleja la amoralidad de la infancia, la tendencia a acercarse al límite, la atracción atávica que se siente por la muerte o el placer oscuro que produce el poder absoluto que representa la tortura. No sé si me hacía preguntas, pero creo que esa crueldad en estado puro es una fuerza real que subyace en nuestro ser. No hay pensamiento malvado que no anide en la mente de un niño, leí que había escrito Faulkner en un libro, titulado Los rateros.

Actualmente tengo experiencias que me recuerdan aquello. Sigo sintiendo repulsión hacia las moscas y me inquietan cuando se posan en los alimentos que voy a comer, me molestan revoloteando en la cocina. En el medio rural hay diversos procedimientos para acabar con ellas: aparatos electrónicos que lanzan insecticida cada cierto tiempo, la clásica pala del matamoscas con la que soy un experto depredador, y el más feroz y espeluznante de los sistemas, algo que sólo mentarlo me produce un sentimiento de íntimo horror… Es una tira adhesiva que se cuelga en la cocina. Está contenida en un cartón cilindrico que se abre y se despliega en una superficie alargada, translúcida y parda, que debe contener alguna sustancia que reclama a las moscas y que las atrae poderosamente, quizás sea alguna hormona que provoque reacciones sexuales de deseo. El caso es que las moscas se sienten atraídas por la tira y se posan en ella. El adhesivo potentísimo es una trampa mortal y se quedan totalmente pegadas por las alas o sus partes blandas o las patitas. Al cabo de pocas horas hay docenas y docenas de moscas atrapadas. Las observo hechizado. Se debaten durante largos minutos, casi una hora, intentando huir pero es imposible. Agitan sus patas negras en una terrible y espantosa agonía que deseo que acabe. Siento una enorme piedad hacia ellas. En algún caso, intento salvar a alguna de ellas pegada a la ristra asesina, la despego y dejo en el suelo, pero el pegamento se ha convertido en parte de su organismo; es como una especie de napalm frío y letal. Ya no pueden alzar el vuelo y mueren igualmente. Paso largos ratos prestando atención a la tira llena de movimientos frenéticos que no tienen ya solución. El observador no avezado no distingue los estertores de muerte en aquel nicho negro en que yacen centenares de moscas en pocos días, pero yo lo observo con cuidado y siempre veo los últimos ejemplares que han caído. No profieren ningún ruido audible, pero imagino que los gritos de pánico y de desesperación tienen que ser terribles en aquel cementerio del horror. Pero los seres humanos no conceden a las moscas ningún derecho. Sospecho que soy un sádico por participar del espectáculo siniestro; quizás yo debería ser como todos, totalmente insensible a la tragedia que allí tiene lugar. Mirar es ser cómplice, es como ser ejecutor, y en cierto sentido no sé si en la muerte violenta de aquellos pacíficos insectos no se desprende la evidencia de que son víctimas indefensas. Mirándolas me interrogo sobre la vida, sobre la muerte, sobre la tortura, sobre los límites, sobre la degradación moral que inflige terribles tormentos a seres inermes… No sé si el espanto que siento debe ser semejante al que tienen los asistentes a una corrida de toros. Yo no es que difrute con el espectáculo, no, siento horror, pero a la vez es catártico, liberador, profundamente filosófico porque me acerca a la reflexión sobre el sentido de las cosas y de la vida. En el silencio pavoroso de la cocina tienen lugar agonías que se prolongan en el tiempo. La vida continúa indiferente, los niños juegan, los abuelos se sientan a la mesa cubierta por un hule de cuadros a calentarse con el calor de la cocina de leña que propaga una agradable temperatura. Entretanto patalean estremecidas de espanto las desgraciadas moscas mientras nosotros reímos y bromeamos.

Creo que el hecho de ser consciente de ello –frente a la inconsciencia e indiferencia general- me hace especialmente culpable. Probablemente el hecho no merezca una reflexión mínimamente seria. El asunto es vano y ya se sabe que los insectos no tienen terminales nerviosas como los mamíferos, y su cerebro es infinitesimal. No pueden tener demasiada conciencia de lo que les está pasando y es además inevitable. No podemos ir perdonando la vida a cualquier insecto pensando que tiene algún tipo de alma aunque sea nimia y gregaria, pero intuyo que sienten dolor. No puedo dejar de pensarlo cuando agitan desesperadas sus patas negras y sus alas transparentes pegadas a la mortífera tira.

Igual que el toro en la plaza participa en un rito cruel al que nunca he querido asistir en directo, un rito que paradójicamente garantiza su supervivencia como especie. Un hombre a caballo le clava en su lomo una puya que hace que se desangre y pierda fuerza, otros hombres le clavan seis palos con vistosos colores y puntiagudos que desgarran sus tendones. Un personaje ataviado con un traje brillante y ajustado le cita con una tela roja. El toro boquea y echa sangre por la boca. Al cabo de unas docenas de pases, está exhausto. Ya apenas tiene fuerza, pero sus patas lo mantienen en pie. Quiere morir. Pide la muerte al hombre que tiene enfrente que lo mira fijamente a los ojos. Se queda quieto esperando, con sobrerrespiración -el corazón le late con fuerza- y por último embiste buscando el estoque que le está esperando en las manos hábiles del matador que se lo clava hasta la bola a la vez que se escucha en el tendido una salva atronadora de aplausos. Mientras, el toro se desploma y muere.

Una espectáculo violento en medio de sones de clarín y la melodía de una orquesta que acompaña la función y los oles que jalean la faena del diestro. Pero me pregunto si en esa muerte cruel –nadie puede negarlo- no hay una cierta humanidad y piedad. Se lo llevan a la plaza a morir delante de la multitud que juzga su bravura, su traza, su nobleza. No muere solo asépticamente, anónimamente. Como esas moscas a las que acompaño en su agonía, siendo consciente del espanto que están viviendo sólo ante mí.

No sé si el problema es la crueldad de la muerte en sí o el hecho de que sea un espectáculo. No sé si este es un debate entre sanguinarios e hipócritas.

Intuyo que en esta polémica sólo los veganos tienen algo de razón pero se mantienen en silencio.

jueves, 11 de marzo de 2010

La extraña alucinación de Joselu G. Pym

Este post quiero dedicarlo con admiración a Miguel Delibes, fallecido hoy.

No es frecuente que nieve en Barcelona. Es más bien insólito y cuando leo que en otros lugares de la geografía española caen copiosas nevadas, me queda una sensación de melancolía parecida a la de cuando veo la alegría que produce en los afortunados el gordo de la lotería de Navidad. Es algo que sucede pero que nunca me pasa.

El ocho de marzo amaneció frío y el cielo cubierto y blanquinoso. No había oído ninguna noticia sobre las previsiones del tiempo. Sobre las once comenzó a caer aguanieve con intensidad. El corazón me latió más deprisa y me invadió algo parecido a la felicidad, pero no quería ilusionarme demasiado por miedo a sentirme luego decepcionado.

Los copos seguían cayendo pero eran muy pequeños y mezclados con agua. No se sabía bien si estaba nevando o lloviendo. Hacía frío. Estábamos a un grado, lo que es raro en esta ciudad de clima templado. Caminaba rápido. Entré en la panadería y pedí una barra de cuarto. Me la dieron calentita. La apreté contra mi pecho y me sentí confortado. Salí de nuevo a la calle bajo el aguanieve…

(…)

Sobre las cinco de la tarde estábamos inmovilizados en el coche en una de las rondas de Barcelona. Mis hijas nos esperaban en el colegio. Imposibilitados de continuar, tal era la tormenta blanca que caía, dejé en el coche a mi mujer en un túnel y salí a la superficie por una rampa ya impracticable para los vehículos que patinaban en ella. Afuera todo estaba cubierto por un manto blanco y mis pies se hundían en la nieve. Había unos quince centímetros de espesor y los coches no podían ya circular. Todo era un caos inesperado. Seguía nevando copos densos y majestuosos. Intentaba llegar al colegio, pero el paisaje me resultaba irreconocible. Todo estaba transfigurado y había cambiado su aspecto. Creo que fue entonces cuando me tomé una dosis imaginaria de LSD en forma de estrellita azul. La realidad era otra. Me costaba avanzar entre la ventisca y la lluvia de moscas blancas. Sentía una sensación próxima al deslumbramiento. El mundo se me aparecía como nuevo, brillando en una gama increíble de blancos luminiscentes. Atravesaba fascinado la avenida y ascendía lentamente por calles totalmente desconocidas. Tenía la impresión de estar viviendo un relato de Edgar Alan Poe, y no me cabía duda cuál. Estaba en la Narración de Arthur Gordon Pym, una de las más misteriosas historias de la literatura. Creí haber nacido también en Nantucket como el protagonista. Miraba los árboles inclinados por el peso de la nieve, los coches inmovilizados como cascarones varados en una playa blanca, las fuentes detenidas por el peso de la cinarra. Los escasos viandantes nos mirábamos sorprendidos y fascinados. Éramos nosotros y no éramos, la realidad era otra en un viaje interior. La literatura se erguía reivindicando su lugar en el mundo cuando parece que se la quiere expulsar de nuestras vidas. Deambulaba por parajes helados entre los neveros. El sol había desaparecido y era una luz lechosa la que nos irradiaba. Mis pies helados caminaban buscando algún punto de orientación. La realidad había cambiado y se había transformado en un mágico resplandor. Sonaban alharaquientos truenos haciendo más espectrales las imágenes de la blancura fantasmal que transrealizaba el mundo. Mi rostro estaba caliente y mi corazón sentía una radiante felicidad. Me agaché y tome en mis manos un montón de nieve virgen. Me admiré de sus cristales hialinos. La froté por mi rostro, y el frío me hizo reaccionar. Estaba en medio de una alucinación. Creía vivir en el interior de una novela. Me pasa en alguna ocasión. Concibo mi vida como un relato, un relato extraño. No sé si le pasa a todo el mundo. Ansío un narrador que dé cuenta del prodigio que es el mundo, de lo enigmático que resulta. Allí yo entre los jardines blancos, el cielo blanco, la realidad múltiple y misteriosa de infinitos tonos del blanco. Sé que los inuit tienen múltiples palabras para designar dicho color mientras que aquí no empleamos más que un solo vocablo: blanco. ¡Qué indescifrable resulta su magma interior! El magma del blanco en una explosión iridiscente de brillos azules en que el ego se disuelve sin necesidad de comprensión.

Llegué al colegio absorto en mis propias visiones de la realidad blanca que me deslumbraba. Mi anorak estaba cubierto por la nieve y mis zapatos empapados. Recogí a mis hijas e intentamos volver sobre mis pasos. Estaban tan maravilladas como yo. Todo era tan extraño y revelador… La nieve caía parsimoniosa y formaba conchestas en donde se acumulaba. Me hubiera gustado hablar a mis hijas de Coleridge, de Poe, de Julio Verne, de Aldous Huxley y de Lovecraft, pero preferí permanecer en silencio percibiendo la magia del hechizo que nos envolvía. ¡Qué sensación sobrenatural la de ese blanco infinito que nos rodeaba! Tomé varias fotos, muchas menos de las que hubiera querido hacer porque me obligaba a mirar por el objetivo de la cámara cuando eran mis ojos los que querían retener tanta luz fruto de la alucinación del instante único que estábamos viviendo. Todo era literatura, y en algún sentido cuando nos orientamos y encontramos el camino hasta donde estaba el coche bajo tierra, en la ronda de Dalt, tuve la sensación de la pérdida de un paraíso, de la huida de un momento estelar, del abandono de un acto poético y taumatúrgico. Era descender de nuevo a la tierra, entre el río de vehículos atrapados durante horas. Los conductores estaban fuera de sus coches y charlaban. Alguien me pasó un dónut de chocolate. Estábamos en el interior de una gruta y afuera el universo permanecía travestido y encantado. Duró sólo unas horas. Pude llegar a casa. Dormí solo -mi familia se aventuró en una travesía hasta la casa de unos amigos donde pasaron la noche- pero antes me fui a un chino a comerme una sopa de wantun calentita. Habían sido unos instantes poéticos de extraordinaria belleza. Me tomé una copa de vino de Marqués de Cáceres esperando soñar con ese mundo lisérgico en que me había quedado extasiado. Recordé a Borges (o tal vez aquella tarde en un hotel de Winnipeg donde te derramaste sobre mí) y pensé que en la piel de aquel tigre estaba cifrado todo el misterio del universo, pero también en aquellos instantes blancos en que la iluminación había tenido lugar. Me dormí maravillado y soñé enigmáticos sueños que me llevaron por un río infinito hasta que llegamos a una catarata entre el vuelo de grandes aves que gritaban "tekeli-li" y caí dulcemente viendo tal vez una amortajada figura blanca que tenía una luz y blancura semejante a la de la nieve. Me mantuve excitado toda la noche.

lunes, 8 de marzo de 2010

Elogio de la LOGSE

Pericles

Es un lugar común entre algunos espíritus nostálgicos y obtusos lanzar vituperios contra la LOGSE, la ley general de educación que trajo la modernidad a nuestro sistema educativo extendiendo la enseñanza obligatoria hasta los 16 años y vertebrando coherentemente sus ciclos, así como aportando su filosofía de lo que es el aprendizaje basada en las corrientes pedagógicas más innovadoras en el mundo occidental.

Esos cipotes zampabollos reprochan a la LOGSE, como argumento más socorrido y zurumbático, que renuncia y no se plantea el conocimiento como objetivo. ¡El conocimiento! Vaya chascarrillo majadero. Ignoran o pretenden ignorar que vivimos en una sociedad dada. Una sociedad democrática no gobernada por el espíritu de las élites sino de los valores sociales de la mayoría, y que es una sociedad liberal vertebrada por el valor del mercado. Nuestra esencia es el mercado, el juego entre oferta y demanda. Nuestros alumnos se preparan para incorporarse eficazmente y entrar en ese juego. No los estamos preparando para la Atenas de Pericles. No estamos formando a pretendientes de intelectuales beocios, ni a miembros de la academia estoica o platónica. No estamos en jardines en que conversamos como peripatéticos tuturutos buscando el conocimiento con Aristóteles como maestro. ¡El conocimiento! ¡Ya ven! Nuestros alumnos deben participar de los valores de la mayoría social, una mayoría que no acepta hace mucho tiempo valores exquisitos ni que sean de la considerada cultura. Ya no existen popes sublimes que tengan autoritas para juzgar qué es culto y qué no lo es. El ciudadano medio aspira a un razonable grado de felicidad y de vulgaridad (no temamos la palabra), de bienestar económico y de capacidad de consumo que le permitan desarrollar su vida con un trabajo y una familia. Y para ello no hace falta convertir a los sujetos del sistema educativo en expertos en filosofía, ni requiere demasiados conocimientos de historia, ni tienen por qué rendirse ante las excelencias de la literatura clásica –por otra lado, tan anacrónica- . La cultura no es un ingrediente imprescindible para convertirse en ciudadano en plenitud de derechos. En muchos sentidos se puede decir que la cultura dificulta la vida moderna. La cultura nos convierte en insatisfechos, en dubitativos, en escépticos. Casi diríamos que en mojigatos. Y no es eso lo que nuestro mundo necesita.

Nuestro mundo participa de la filosofía del mercado. No existe nada fuera del mercado. Alguna corrección y puntualización si acaso. El sistema educativo debe preparar a los jóvenes para incorporarse al mundo productivo, a ser útiles a la sociedad que tiene en el consumo su motor de desarrollo. ¿Hay alguien que ponga en cuestión esto? Es un tópico atacar a la sociedad de consumo entre algunos progres necezuelos partidarios de la economía cubana o iraní, pero el acceso al consumo de las masas ha permitido la creación de las sociedades más prósperas de la historia y ello con sistemas democráticos que garantizan las libertades. Hay que preparar a los jóvenes para que se conviertan en piezas solidarias de esos valores. Y para ello no hay que predisponerlos contra el sistema ni a ser críticos con él atacando sus fundamentos. Es absurdo plantear que no exista la libre competencia, ni que los gobiernos no tengan el poder real que estaría en manos de los bancos, ni que las crisis las pagan siempre los mismos, o que el mundo se base en la explotación de unos por otros. Eso son claroscuros de nuestro sistema, pero que refulge brillante a pesar de los desajustes ocasionales.

Nuestro sistema educativo debe ser eficaz, no generar individuos rebeldes y sí productivos que ansíen el progreso individual que es garantía del progreso general. Deben buscar legítimamente enriquecerse. Ello es una garantía de libertad. No hace falta ni es deseable un sistema de educación en contradicción con nuestra filosofía liberal. El ser humano moderno no necesita de la excelencia –tan sospechosa por otra parte-, ni debe sacralizar el conocimiento en abstracto, tan inútil en cuanto tal, para convertirse en consumidor responsable. Necesitamos ciudadanos flexibles que sepan adaptarse a las necesidades del mercado, a los cambios y transformaciones ideológicos que están sufriendo nuestras dinámicas sociedades para entender la esencia del siglo XXI. Nuestro mundo está en trance de experimentar mutaciones formidables. No hacen falta individuos marcados por el pasado ni por el exceso de la llamada cultura. El sistema educativo debe crear individuos que administren unas competencias básicas, tolerantes, que sean capaces de cooperar, que sepan aprender por sí mismos sin excesiva necesidad de un profesor que crea tener las llaves del saber y tienen que incorporarse al mundo tecnológico sin hacerse demasiadas preguntas que sabemos que no tienen respuesta. El conocimiento añade dolor. Y necesitamos ciudadanos conscientes de sus valores que no sufran demasiado. El consumo satisface y calma nuestras ondas de tristeza, y si esto falla, tenemos la industria química que produce sustancias que nos aligeran de nuestro malestar vital.

El franquismo creó un sistema educativo que algunos todavía añoran. Pero dividía a la sociedad entre los individuos pensantes y los que estaban diseñados para trabajar. Hoy día ya sabemos que lo primero es innecesario y perjudicial. Caminamos hacia un mundo nuevo sin pesar ni cadenas del pasado. Cuando se jubile toda esa generación de nostálgicos y mastuerzos, la LOGSE (o LOE) podrá al final ser una realidad y mostrar toda su dimensión y alcance.

viernes, 5 de marzo de 2010

El alumno como cliente

Hace unos días una lectora de El País escribía desde Estados Unidos una carta en la que reivindicaba para la enseñanza universitaria en España la evaluación de los profesores por parte de los alumnos ya que son los que mejor conocen la calidad de la enseñanza ofrecida. Son sus clientes y no son nada tontos para no reconocer el valor del producto o servicio que están recibiendo. En base a su evaluación secreta se confirmaría o se apartaría a los profesores de la docencia. Dicha evaluación debería llevarse a cabo antes de las notas finales para que no hubiera compraventa de votos.

Pensé en proponer dicha carta a la consideración de los lectores del blog. Quizás alguno ya la haya leído. Luego pensé que la autora se refería a la enseñanza universitaria donde el alumno se supone maduro para juzgar sobre la calidad de la enseñanza impartida. Pero la consideración de la enseñanza como un producto y al alumno como un cliente me llevaba a pensar que lo que estaba habiendo allí era una identificación del buen profesor como el de un eficaz vendedor que trabaja para la satisfacción plena del cliente. Esto implica también la mercadotecnia, el arte de vender y de captar al cliente mediante campañas bien dirigidas. ¿Qué es lo que quiere el cliente? Es la pregunta básica. ¿Cómo darle satisfacción? ¿Cómo corresponder a sus expectativas? ¿Cómo hacerle agradable dicha transacción comercial? Podrá parecer impropio pero pienso que la teoría de la educación en muchos sentidos ha derivado a un planteamiento clientelar siguiendo los esquemas del mundo americano de la empresa.

Me pregunté si esta concepción sería también aplicable a nuestras enseñanzas medias, la ESO y el bachillerato. Una votación secreta de los alumnos serviría de elemento de valoración para evaluar la calidad de la enseñanza del profesorado, y llevaría en caso de reincidencia negativa a una llamada de atención al profesor, y como última opción llegaría la de ser apartado de la docencia a funciones administrativas o auxiliares.

¿Cómo cambiaría nuestra forma de funcionar si se supiera que habríamos de aprobar en la opinión libremente emitida de nuestros clientes o alumnos? ¿Los alumnos saben cuándo están recibiendo una buena o deficiente enseñanza? ¿Por qué no dejar que voten en consecuencia? La regla fundamental del comercio es la de que el cliente siempre tiene razón, y, como en El corte Inglés, tiene derecho a la devolución si no queda satisfecho con el producto. En todo caso queda abierto el camino a la reclamación en el supuesto de sentirse defraudado con el servicio o el producto. Y debería ser un camino fácil y conocido como recurso administrativo.

Luego pensé en algún profesor famoso e inevitablemente me vino a la memoria el personaje apócrifo creado por un profesor de francés que vivió entre finales del siglo XIX y comienzos del XX y que murió en Francia en 1939. Este personaje se llama Juan de Mairena y el autor, Antonio Machado. Imagino aplicables a sus clases el concepto de evaluación del producto y del vendedor. Rebusco en el desván entre todos los libros intentando descubrir ese libro dialéctico e irónico que es Juan de Mairena. Febrilmente reviso todas mis secciones, hasta que lo encuentro. Lo hojeo y con placer lo veo todo subrayado y anotado. Lo cierro y lo abro al azar, es la página 105 de editorial Cátedra. Tengo un fragmento señalado. Lo encabezo con un epígrafe escrito a mano que dice El maestro. Lo transcribo textualmente y lo someto a vuestra consideración. Mairena habla a sus clientes (alumnos) para venderles un producto. Escuchemos cómo lo hacía:

“Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo a un diablo –no el demonio de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas.. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos.”

¿Qué evaluación del servicio harían los clientes de Mairena? Lo dejo a vuestra opinión.

martes, 2 de marzo de 2010

No future

En el debate interesantísimo sobre la hipotética rebelión de los jóvenes del post anterior ha sido reiterada la respuesta de que ésta es imposible porque los jóvenes constituyen unas generaciones que lo han tenido todo demasiado fácil y no están acostumbrados al esfuerzo. La abundancia mata el deseo y es difícil educar en el exceso, combinado con la falta de normas y de disciplina. El resultado es un estado de acomodo, de hedonismo extremo y de renuncia a aspiraciones más complejas que el propio bienestar material sin demasiado trabajo o sacrificio.

Tendría que hacer algunas puntualizaciones:

- No todos los jóvenes corresponden a este esquema. Los hay muy disciplinados y trabajadores que intentan superarse en ambientes absolutamente contrarios a dicho esfuerzo, especialmente en la ESO y el Bachillerato y que llegan al mundo del trabajo o a la universidad con tesón - con enorme fuerza de voluntad- y obtienen becas que consiguen por la calidad de su trabajo.

- Hay jóvenes que se van de casa a los dieciocho años a vivir independientes por diversas razones. Son pocos, es cierto, pero existen.

- Hay jóvenes comprometidos que no responden a dicho modelo y que aspiran a ser útiles a los demás y trabajan en temas como el voluntariado, ONGs, servicios sociales, organizaciones solidarias…

- No es nuevo el hecho de unos jóvenes que lo tengan todo demasiado fácil. Lo mismo se dijo de los jóvenes instalados en los años sesenta respecto a las generaciones anteriores y que fueron protagonistas de la década prodigiosa. He sido profesor durante treinta años y tengo la impresión de que en general la mayoría de mis alumnos – en centros claramente interclasistas- en los años ochenta y noventa respondían a un esquema de tener una economía favorable en su hogar y, por tanto, se les podría aplicar el mismo razonamiento. Tenían todo lo que se podía aspirar en dichas circunstancias. Tampoco les faltaba de nada. El argumento de dar a los hijos todo lo que no se pudo tener como padres no es nuevo.

- Hay jóvenes - inmigrantes o no- que viven con escasa comodidad y sí con carencia de lo básico. Su situación es muy precaria. Además la crisis hace que se acentúe su fragilidad económica (padres en paro y sin recursos, desarraigo…)

Sin embargo, sí que observo algunas diferencias respecto a generaciones anteriores. Entiéndase que quiero hablar de ciertas tendencias que pueden no ajustarse a casos particulares:

- Hay en la época que vivimos –al lado de una desmotivadora saturación de objetos y de imágenes- una percepción muy negativa del futuro. Durante etapas anteriores siempre esperábamos mucho de ese futuro que debía ser mejor y esperanzador. Creíamos en ese concepto llamado progreso. Los punkies escribían en las paredes “No future”, y pienso que esta sensación se ha interiorizado inconscientemente y los jóvenes tienen asumido que hay que vivir el presente porque el futuro es amenazador. ¿Para qué esforzarse ante un futuro tan incierto? El resultado es una apatía situacionista.

- Hay entre los jóvenes extendida una renuncia al pensamiento. No saben pensar o no quieren pensar. Fundamentalmente quieren sentir más que reflexionar. ¿Para qué pensar si el pensamiento no nos ayuda? Además requiere esfuerzo y dedicación. Esto es un claro contraste con jóvenes de anteriores generaciones a los que sí gustaba pensar, les estimulaba pensar y, en consecuencia, sentían la necesidad de expresarse y de comunicarse mediante ideas. Ahora se transmiten sensaciones, estados de ánimo, fotografías, iconos, mensajes breves y apenas elaborados que no contienen información más allá de la función fática.

- El nivel expresivo de los jóvenes es muy inferior a los de etapas anteriores. Quizás por esa falta de convicción de que el lenguaje elaborado sirva para algo o que deba ser vehículo de ideas y que éstas deban ser correctamente expresadas.

- La irrupción abrumadora de la tecnología ha fomentado una atención discontinua y dispersa con la que es imposible sujetarse a algo más allá de unos minutos o incluso segundos. Se necesitan continuamente novedades y estímulos sorprendentes para retener a los jóvenes en algo. La vertiginosa sucesión de imágenes en internet no favorece la atención en algo con demasiada profundidad, y además ésta no es valorada. Se prefiere la epidermis de las cosas, la superficialidad más extrema, la espuma que cubre los fenómenos que cambia a velocidad acelerada.

- Declive de la concentración y la atención en cualquier tarea, especialmente en la que implica habilidades lectoras y comprensivas. La dispersión mental hace difícil el centrarse en una secuencia lineal y seguirla. La tecnología y el mundo de internet ha conformado un cerebro discontinuo, acostumbrado a los saltos constantes y a la presencia vertiginosa de imágenes en sucesión. El ejercicio de la lectura es muy difícil para muchos de estos jóvenes, que no encuentran aliciente en su mecánica lineal ni en los temas planteados que no corresponden a los mundos interactivos y virtuales que tienen en su imaginación (videojuegos, chats, redes sociales, youtube, televisión...). Se puede decir que el mundo de la gran literatura se ha convertido en totalmente opaco para ellos. Ni les dice nada ni tienen nada que ver con él.

- Disminución de la capacidad de introspección, de observación de los infinitos matices del mundo personal e interior, que se revela únicamente en elementales reacciones emocionales ante el exterior. Lo cierto es que no carecen de riqueza sentimental pero les faltan matices y el lenguaje necesario para expresar esas vivencias interiores.

- Interés por los mundos virtuales o paralelos fundamentalmente artificiales en que pueden tener avatares que permiten dar salida a su imaginación transformada por el cambio tecnológico. Internet ha conformado una nueva dimensión de la realidad, ubicua y proteica.

- Necesidad de un permanente estado de diversión o entretenimiento que ancle la atención del cerebro durante unos instantes fugaces. Fuera de esto todo es aburrido y carente de interés. La vida real se percibe como aburrida. Sólo lo que tiene lugar delante de la pantalla parece adquirir dimensión y proporcionar excitación.

- Se ha difundido un modo pueril de estar en el mundo. No se da importancia a crecer personalmente, a madurar, a llegar a ser responsables… Los medios de comunicación difunden seductoras imágenes de peterpanes eternos que no quieren crecer ni hacerse mayores. Los personajes públicos admirados son aquellos que consiguen todo sin aparente esfuerzo y abundan en el comportamiento de la grosería, la falta de respeto, en el griterío... Permanentes adolescentes a los que no son ajenos los políticos en el parlamento, los jueces, los personajes populares de la televisión y de las revistas, los futbolistas estrella…

- Horizontalidad en las relaciones humanas. Los profesores, los padres y las personas mayores se entienden como individuos en el mismo nivel y cuyo saber o experiencia no les añade un valor especial. El modelo de jerarquía de cualquier tipo ha sido sustituido por el de las redes sociales totalmente horizontales. La pedagogía partidaria del igualitarismo habla del profesor como coordinador entre iguales y de la eficacia de las relaciones del cooperación y equipo frente a las de subordinación.

- Falta de confianza en el debate, en el intercambio de ideas para acceder a una realidad más compleja. Nadie escucha a nadie. Los diálogos se basan en sensaciones y no se presta atención a las raíces profundas de las cosas.

- Desmotivación ante los objetivos a medio y largo plazo. Sólo importa lo inmediato, lo instantáneo, todo lo que está al alcance mediante un clic. Como decíamos, el futuro se percibe lleno de incertidumbre.

- Apatía, desmovilización y pasividad social. Es difícil que calen causas que vayan más allá del inmediato presente ni que vayan más lejos del ego propio o del grupo. El resultado es el conformismo y el conservadurismo político - si es que esta palabra adquiere algún sentido- encubierto por una rebeldía meramente formal.

- Creencia generalizada en que el conocimiento es algo ininteresante, inútil y aburrido. La cultura, en consecuencia, pierde su atractivo y se convierte en un lastre. Lo que tiene más de cinco años se convierte en irremediablemente antiguo e inservible.

El resultado de todos estos factores que he señalado hace de las generaciones actuales víctimas extraordinariamente propicias de la sociedad de consumo, frágiles, lábiles, difusas, carentes de convicciones profundas, individualistas, receptoras de eslóganes más que de ideas, con mentalidad fundamentalmente de consumidores, que pueden ser pasto muy fácil de futuros idearios demagógicos y populistas que puedan advenir y que sin duda advendrán (Recuérdese la fascinación que suscitaba el fascismo entre los adolescentes de la película La ola de Dennis Gansel) . Sólo haría falta que la crisis económica se profundizara, que hubiera una debacle general y que el estado de bienestar se viniera en líneas generales abajo. Pero he de reconocer que no son sólo los jóvenes los que padecen estos síndromes que he intentado reseñar. Es algo general y que se ha propagado a buena parte de la sociedad, igual que la carencia de ideologías que pretendan cambiar o mejorar el mundo o la esperanza en utopías renovadoras. Nunca se ha creído menos en nada. La política se percibe como sucia y propia de vividores. Todo es inestable y evanescente. Ya no hay vida eterna pero tampoco hay un futuro esperanzador. Sólo cuenta el aquí y el ahora de las sensaciones más efímeras. Un mundo en extremo frágil.

Quizás tengamos que reinventarlo todo.

sábado, 27 de febrero de 2010

¿Tendrían que rebelarse los jóvenes?

El pasado 25 de febrero, Josep Ramoneda firmaba un artículo en El País titulado Zapatero y los sindicatos en que reflexionaba entre otras cosas sobre algo que es una preocupación constante en mí. Se interrogaba sobre la sorpresa que le produce que los jóvenes españoles no participen en una rebelión o algún tipo de revuelta generacional contra la precariedad de su situación por causa de la crisis y, en consecuencia, de su dificilísimo acceso al mercado laboral a pesar de la buena preparación que puedan tener. Están condenados, además, a tener muy difícil su emancipación por el inabordable precio de las viviendas y la restricción de los créditos e hipotecas... El anunciado retraso de la edad de jubilación cierra en cierta manera caminos a la renovación generacional. Las preguntas son ¿tienen motivos para rebelarse los jóvenes? ¿Por qué y contra qué?

¿Es necesario, como dice Ramoneda, que una sociedad genere su propia negatividad para no terminar condenada a muerte o a la indiferencia? ¿Es necesaria terapéuticamente la rebelión de los jóvenes? ¿Por motivos puramente individualistas y de acceso al bienestar o por razones más amplias y profundas?

El otro día hablaba mediante el chat con un exalumno en paro que colabora con una ONG de ayuda a Centroamérica. Me decía que las cosas no podían continuar así, que había que hacer algo. Intuyo en los jóvenes, como él, el inicio de una conciencia que va más allá del propio individualismo. Creo que es muy incipiente, pero algún atisbo me llega y me hace albergar confianza. Si uno navega un poco en las páginas como facebook, fotologs, myspace... detecto leves indicios de una toma de conciencia de que el mundo exterior empieza a existir a propósito de hechos como la catástrofe de Haití... ¿Deberían implicarse los jóvenes en la realidad del planeta? ¿Defender causas justas en un mundo en donde más de mil millones de personas están en la pobreza más absoluta? ¿Sería útil su participación en la construcción del mundo del futuro? ¿Quién, si no ellos, deberían estar interesados en ese futuro?

Ha habido épocas en que la juventud fue una fuerza importante para alentar la marcha de la historia, para dinamizar la sociedad y que no se quedara anquilosada o sin nervio. Sin embargo, en los últimos quince años los he visto resignados, apáticos, sin aliento ni ideas para cambiar nada. Lo más buscarse un buen acomodo en el mundo. Una vez inicié este debate en el blog en un post titulado La burbuja y recibí comentarios en que se sostenía que en la adolescencia han de primar las hormonas y que es después cuando se reflexiona y se convierte uno en un ciudadano comprometido. Pero no he visto en general este compromiso. Cada uno ha seguido caminos individuales y muy pocos, algunos sí, han llegado a alguna forma de implicación social mediante el voluntariado, sindicatos, ONGs...

El año pasado una parte de los estudiantes universitarios salió a la calle por su protesta contra la aplicación del plan de Bolonia. Vi en manifestaciones a miles de estudiantes planteándose su futuro y todos los inconvenientes que se derivan de este plan que por lo que vemos es todavía peor de lo que se esperaba, cumpliéndose así los peores vaticinios. La protesta de los estudiantes fue vista por la prensa con displicencia, como inútil, propia de niños bien que no querían trabajar. Y la planificación europea, hecha al margen de la realidad y la universidad, se impuso inexorablemente. No hubo nada que hacer y fue indiferente la protesta multitudinaria. Eso me lleva a la reflexión sobre si hay algo que hacer al margen de los cauces políticos que percibo totalmente deteriorados e insatisfactorios. No basta votar en listas cerradas a las opciones oficiales y consagradas que se ven como válidas pero que no suscitan actualmente ninguna confianza. Que no haya alternativas ni otros cauces de participación genera un alto nivel de frustración entre la población que asiste atónita al desarrollo de una crisis en la que parece no haber conductor de la locomotora. ¿Cabría hacer algo como ciudadanos? ¿Y los jóvenes tendrían o deberían tener algo que decir sobre el mundo que se está construyendo? ¿Hay motivos para poder salir de ese estado apático y resignado en que no se vislumbra ninguna utopía?

Hace algún tiempo que llevamos adelante la llamada educación en valores y se imparten clases de Educación para la Ciudadanía, todo cargado con dosis de enorme buena intención y propósitos tolerantes, pero el resultado de no sé muy bien qué son unas generaciones apáticas y hedonistas que no ven -en general- más allá de sí mismos. ¿Era esto lo que se pretendía veladamente? ¿Crear ciudadanos consumistas y conformistas? Ignoro si tiene alguna relación causal, pero desde que les damos a nuestros alumnos literatura moral -adecuada a su nivel cognitivo- y les impartimos materias desde lo políticamente correcto nunca ha habido menor capacidad de respuesta. Quizás sea toda la sociedad la que esté anestesiada y los jóvenes sean la manifestación de ese estado de cosas. Está claro que no podemos dar clases que alienten a la rebelión. Esta ha de idearse al margen de nosotros, que somos parte del sistema y estamos totalmente integrados.

¿Habrá rebelión? ¿Donde se incubará esa rebelión? ¿En qué sentido? ¿Qué modelo debería seguir dicha rebelión? ¿O estamos condenados al conformismo sin ningún aguijón joven que nos espolee para hacer cambiar un mundo próximo al desastre en muchos sentidos? ¿O ya admitimos que no puede haber ningún cambio? ¿De dónde vendrá el fermento que nos haga saber que queda poco tiempo? ¿O es inútil todo? ¿Al menos empezarán a luchar los jóvenes por su situación inmediata? ¿Habrá algo que les lleve más allá?

Sería altamente interesante que participaran jóvenes en este debate que aquí se plantea, y en todo caso los amigos de este blog estáis invitados a reflexionar en este tema sugerido por la pregunta inicial y que da título al post, aunque hay otras muchas preguntas lanzadas. Que cada uno lo tome por el lado que más le interese. Lo importante es abrir un tiempo de reflexión y discusión.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Elogio de la fragilidad

El título de este post no es mío, lo tomo prestado de un escritor que me seduce. Él sí que escribió un artículo que enlazo titulado Elogio de la fragilidad. Se llama, si es que todavía no lo habéis descubierto, Gustavo Martín Garzo (1948), escritor vallisoletano que publica novelas y ensayos que me maravillan por su exquisita sensibilidad y aguda inteligencia, que se mueven entre el territorio encantado de la infancia, el cine, su tierra, la inquietud de la literatura, el ansia de conocimiento…

Yo nunca he tenido una tierra. Por eso cuando sé del arraigo del escritor a la suya, Valladolid, y en concreto a su pueblo Villabrágima (cerca de Medina de Rioseco) del que dice que no ha salido nunca, puesto que todo lo que existe está allí, siento que algo me he perdido. Me hubiera gustado ser de algún sitio que pudiera haber amado. También me hubiera gustado conocer a alguno de mis abuelos y que mi padre me hubiera llevado al fútbol a sentir unos colores. Pero no, mi vida carece de raíces profundas. Apenas logra enraizarse levemente cuando una ráfaga de viento la hace girar en el torbellino y la envía no sé dónde. Quizás por eso me ha atraído ese magnífico título de mi amigo –no le conozco, pero sé que lo es- Martín Garzo. La fragilidad es un estado, quizás el de todos cuando somos niños y estamos aprehendiendo el mundo y necesitamos a alguien que nos dé la mano para caminar y a mirar maravillados las cosas que nos rodean: un pájaro, una piedra, un árbol, un pantano, el fuego, un río… Todo aquello que tiene que ver con el misterio de la realidad. A veces esa mano, que nos sostiene con fuerza y nos reafirma en la tierra, también toma un libro y nos cuenta una historia o nos habla de su niñez. La vida luego nos ha de hacer fuertes. Hemos de aprender a erguirnos en la soledad del bosque y no temer siquiera a la oscuridad de la noche.

Pero la fragilidad es algo que no nos deja por completo. Nos asalta en momentos de zozobra, de profunda tristeza, de enfermedad, de miedo, de añoranza por no haber tenido raíces y sentir nuestro leve poso en la tierra. Me gusta experimentar esa fragilidad, la cercanía de lo femenino, sentirme indefenso pero con los ojos muy abiertos contemplando la belleza del mundo a pesar de todo. Pensar que una noche miraré las estrellas, y otro día iniciaré un viaje con la pasión de todos aquellos que no hemos tenido tierra: siempre viajamos intentando encontrar ese lugar nuestro en el mundo en el que nos gustaría vivir y tal vez morir.

Lo he pensado muchas veces. Mi patria es la literatura. Los libros me llevaron a sostenerme y a vivir en un mundo doloroso. Me sentía frágil, y yo tomaba aquellos objetos que no eran como los demás. Acariciaba su lomo, miraba, deleitándome, su portada y los abría encontrándome historias mágicas repletas de aventuras. También leí, como Martín Garzo, El capitán Tormenta de Emilio Salgari. Nos hubiera gustado, quizás, estar bajo el cielo profundo en torno a un fuego en el bosque y escuchar los relatos contados por la voz de algún griot (un cuentacuentos y músico africano). Inmensa necesidad de historias y de amor.

Y si mi patria es la literatura, dentro de ella, el territorio encantado que siempre imagino es el de la isla. Desearía vivir en una isla -entre el polvo mezclados pétalos y escamas- . Siempre me fascinaron historias de náufragos que llegaban a una isla. Leí en un verano infinito de mi adolescencia docenas de veces La isla misteriosa de Julio Verne. Una isla. Me gustaría morir en una isla -tras haber contemplado el mar cada mañana y al atardecer. Oír su rumor por las noches o asistir sobrecogido a los días de tormenta. Y sentirme frágil, maravillosamente frágil, mirando la luz cambiante, tornasolada, del mar y del cielo o abrazado a mi mujer en noches de incertidumbre. He viajado por el mundo buscando esa isla: desde el Pacífico al Índico, o tal vez en el Atlántico o más cerca, el Mediterráneo. Cada isla pienso en si será mi isla. Creo que la reconoceré cuando la vea. Por eso las recorro, como si acariciara un cuerpo, intentando descubrir sus repliegues más ocultos, sus cuevas cálidas en las que me excita descansar tras una lucha de brazos, pies, bocas y manos abiertas a la pleamar.

No desisto de encontrar mi isla. Estoy en ello. Mientras tanto mi blog, como una nave negra aquea, recorre un mar encantado lleno de historias que tienen corazones detrás. Buscamos todos el conocimiento, la felicidad, la magia del instante en que creamos y conseguimos que llegue a un corazón cercano el impulso que da origen a nuestro relato. Cada uno somos un relato lleno de misterio y estamos marcados por la fragilidad, hermosa fragilidad, que nos hace ser conscientes del cielo, del mar, de las estrellas, de otros parauniversos, de las piedras de colores, de las palabras que nos resumen, que nos definen, que nos evocan… que nos llevan como un río.

lunes, 22 de febrero de 2010

La fascinación del islam

En un viaje a Indonesia durante todo el verano de 1986, conocí en Malasia a una intrépida arqueóloga italiana que trabajaba varios meses al año en el Irak de antes de las guerras del Golfo. Tuvimos ocasión de conocernos y hablar sobre su trabajo en el mundo musulmán hacia el que se sentía profundamente atraída. Le seducía –a ella mujer intelectual, libre e independiente- convertirse en la segunda mujer de un beduino, vivir en su jaima e ir conquistando poco a poco su amor para terminar siendo la preferida. Afirmaba que una mujer tiene que tener la libertad de decidir si quiere ser dominada por un hombre. Y a ella le atraía serlo, al menos como imagen erótica en medio de la desnudez del desierto. Este punto de vista me sorprendía y llenaba de confusión en aquel contexto islámico en que estábamos y en el que éramos despertados de madrugada por la voz del muecín, recitando suras del Corán. Y lo cierto es que ese canto armónico a las cuatro de la mañana tenía, en medio del sueño, una extraordinaria fuerza magnética. Tanto es así que en nuestras conversaciones, aquella mujer y yo, fantaseábamos sobre la posibilidad de convertirnos al islam. Me explicaba F. que el acto era sencillo. Sólo había que aceptar delante de un imán que el único dios es Alá y que Mahoma es su profeta. Es la única verdad revelada que hay que saber y es la columna central del islam. El hombre somete su racionalidad ante la omnipotencia de dios y todo cuanto acontece lo hace según su voluntad. En cierto sentido este sometimiento al poder de dios calma la incertidumbre del ser humano, sus dudas agónicas acerca del sentido de la vida y el ansia de perduración en un más allá. El islam es radicalmente simple, no tiene la complicación teológica del cristianismo acerca del sentido de la Trinidad en ese galimatías de tres dioses que son uno solo. Esta concepción, igual que el culto a la Virgen o a los santos, es considerado como politeísta por parte del islam.

En mis años juveniles de lucha política en que pensaba que el mundo se podía transformar en virtud de nuestros deseos de alcanzar una sociedad justa en que seríamos profundamente felices, leí algunos libros de un teórico marxista francés al que no sé si conocerán. Se llama Roger Garaudy. La lectura en 1975 de su obra La alternativa me hizo casi estremecerme de emoción cuando reflexionaba sobre la posibilidad de la revolución que se estimaba como necesaria e inevitable. Sólo teníamos que empujar la historia hacia ella. Entré en la militancia política tras la lectura de esta obra entre la revolución y el idealismo. Pero cuál no fue mi sorpresa cuando años después me enteré de que Roger Garaudy, al que escuché en persona en estado de arrobo en un colegio Mayor de Zaragoza, se había convertido al islam tras pasar por el estalinismo más ortodoxo, el cristianismo y la denuncia posterior de la represión soviética. Su nuevo nombre musulmán era Ragaa. Terminó defendiendo tesis negacionistas del holocausto por lo que fue condenado en su país, Francia, se estableció en Córdoba tras casarse con la mujer palestina Salma Farouqui, y fundó la asociación cultural de las Tres culturas. Su evolución no es totalmente caótica, pues él ha defendido siempre que se considera antirracista, internacionalista y socialista. En este tiempo ha combatido la política sionista y represiva del estado de Israel e incluso ha negado la realidad del Holocausto al que califica de gran mito interesado.

La transformación de Garaudy me lleva a pensar en la fascinación que ejerce el islam sobre cierto pensamiento de la izquierda internacionalista y revolucionaria que tiene como eje la denuncia del sionismo y el capitalismo judío. Recientemente en Francia se ha presentado como candidata por la lista del NPA (Nuevo Partido Anticapitalista) una mujer de 23 años, estudiante de gestión de empresas, llamada Ilham Moussaïd. Nada tendría de especial si no concurriera un hecho que ha levantado una fuerte polémica. Ilham se presenta a las elecciones de un partido heredero del troskismo ataviada con velo, reivindicando su uso como elemento de libertad de la mujer y defendiendo a la vez el feminismo, los derechos de los homosexuales, el aborto y tesis abiertamente anticapitalistas y revolucionarias.

Hay pocos debates abiertos en Europa tan candentes como el del papel que representa el islam en nuestro marco cultural y político. Algunos lo miramos desde una postura crítica que ve con aprensión la sumisión de la mujer en el mundo islámico (aunque según aquella arqueóloga italiana la mujer puede elegir dicha sumisión) y la amenaza a las libertades que sugieren las noticias sobre los ataques de imanes a mujeres musulmanas que reivindican quitarse el velo e integrarse en el contexto de libertades de la mujer en el mundo occidental. Y aquí nos encontramos de nuevo con la ambivalencia de la izquierda como es el caso de la alcaldesa de Cunit (Tarragona) que no ha defendido a una trabajadora social del ayuntamiento –Fatima Ghaliam- que trabaja como mediadora cultural y que había sido condenada por un imán radical por no llevar velo, vestir vaqueros, conducir y comportarse como una mujer occidental. La alcaldesa socialista le instó a retirar la denuncia contra el acoso al que estaba sometida en aras de la convivencia dándole totalmente la espalda a su reivindicación de la libertad.

En Dinamarca, el autor de las viñetas sobre Mahoma, Kurt Westergaard, que le llevaron a ser condenado a muerte, vive protegido permanentemente por la policía y ha sido objeto de intentos de atentado. La izquierda partidaria de la tolerancia y la multiculturalidad le acusa abiertamente de provocar e inmiscuirse en temas sensibles que no deberían ser tocados. La libertad de expresión existe pero siempre que no roce al islam ante el que se siente una mezcla de pánico y fascinación que es difícil de dilucidar.

Afortunadamente en aquel verano de 1986 no me convertí al islam, pero me permitió ser consciente de su poder de atracción sobre cierto progresismo al que he llegado a no entender en absoluto.

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