Me gusta de vez en cuando aproximarme a las grandes montañas, las del Pirineo de mi juventud que recorrí en interminables travesías durante mi época de estudiante. Hoy no tengo la misma potencia pero disfruto (y sufro) subiendo montañas y collados. Ayer ascendimos desde Saravillo (valle de Chistau) hasta el ibón de Plan también llamado Basa la Mora por los de Saravillo. Fueron tres horas de exigente subida para alguien poco entrenado como yo. Echaba en falta a mi hija pequeña, sobre todo cuando veía grupos de muchachos de su edad que ascendían con esfuerzo entre pinos, abetos, robles y llegaban agotados a los prados de las alturas llenos de lirios bellísimos. Éramos tres los montañeros de secano: Javier y su hijo adolescente Álvaro. Fueron tres horas y cuarto de ascensión hasta llegar al refugio a dos mil metros. Habíamos comenzado a novecientos metros. Desde allí en media hora nos acercamos al ibón que este año brilla con luz propia, rodeado de un circo espectacular de montañas y prados esbeltos que me recordaban a los que aparecen en los Milagros de Nuestra Señora de Berceo. Sentado a la sombrica de unos árboles engullí un bocata de jamón del Somontano que me sentó genial.
A los adolescentes no les gusta caminar por la montaña. En seguida se sienten cansados. Tuvimos ocasión de comprobarlo en diversos grupos de muchachos que subían extenuados y aburridos entre paisajes maravillosos y soberbios. Caminar es un hábito en el que hay que prepararse para sufrir un poco, hay que echarle aguante, y a la vez ser capaz de disfrutar en el recorrido por bosques espléndidos, los regatos de agua y la orografía de la montaña... A veces pienso si la realidad virtual del mundo tecnológico y la televisión han desplazado la capacidad de maravillarse de estos muchachos refractarios al sacrificio. Mañana quiero compartir con mi hija de diez años la subida de nuevo. Iremos los dos solos. Sé que sufrirá pero vivirá una experiencia única que tal vez le deje un recuerdo yendo con su papá. He hecho alguna caminata con ella, pero no tan exigente como esta.
Me gusta el camping y dormir sobre el duro suelo simplemente con una esterilla de goma. El resto de mi familia utiliza colchones hinchables pero yo no los soporto. Quiero sentir el suelo, y además tiene una ventaja añadida. Mi sueño es profundo pero irregular y me despierto cada cierto tiempo y soy muy consciente de mis sueños. Federico Fellini decía que nuestra única realidad son nuestros sueños, y lo disfruto estos días en que duermo intermitentemente. Son sueños extraños, precisos, con una calidad narrativa extraordinaria que me asombra y maravilla. Esta noche han sido especialmente angustiosos. Son tan íntimos que no me atrevo siquiera a sugerirlos o esbozarlos. He vivido toda una secuencia de imágenes coherentes, llenas de dolor que me han henchido de ansiedad y miedo, pero a la vez su fuerza me ha cautivado. Creo que en mi diario más personal haré una reseña de estos sueños. No sé cómo se generan los sueños, pero me intriga la audaz combinación de imágenes e historias que no sería capaz de inventar en mis estados de vigilia. Mi yo soñador es mucho mejor que mi yo despierto. Tendría que tomarlo como inspiración de la narrativa que algún día quisiera iniciar, y que sólo esbozo en este blog. Hay en mí la mentalidad de un artista genial que no tiene correlato con mi capacidad o inteligencia que está muy por debajo de mi potencialidad onírica.
Hoy está nublado y amenaza lluvia. La temperatura es suave. Yo escribo en mi ordenador en la zona wifi del camping y escucho en Spotify a Billy Holliday concretamente A Sailboat in The Moonlight.
Me atraen los espacios de ensoñación. El viento agita los robles, las flores rojas se estremecen, yo escribo. Me he traído varios libros al camping: Grupo de noche de Juan Madrid, Crónica sentimental en rojo de Francisco González Ledesma, al que tengo un apego especial porque yo a mis catorce años empecé a leer novelas del oeste que tenían como protagonista a Silver Kane. Y nunca lo he confesado pero yo era un entusiasta de las noveluchas de tres pesetas de Marcial Lafuente Estefanía. La regla fundamental de estas novelas era la de no aburrir e interesar al lector desde la primera línea. En esta escuela se formó González Ledesma. Además me he traído literatura más selecta como El Danubio de Claudio Magris que empecé a leer en Barcelona y me desbordó por su densidad. Necesito para él, una concentración muy superior a la normal, pero sus primeras páginas me deslumbraron.
En este camping del altoaragón hay una ludoteca, una biblioteca bien surtida y un loro que se llama Paco que de vez en cuando da un silbido reclamando nuestra atención. El restaurante se llama Iglesia de Pepelu, lo que me ha hecho gracia.
Va a llover, leeremos y nos acercaremos por la tarde a Aínsa. Me gusta este ambiente tormentoso y templado, sin hacer calor ni frío. Además escribo y disfruto de esta levedad y maravilla de este tiempo ligero y soñador.